(Bolivia, 1971) Poeta y escritor. Premio Nacional de Poesía 2006. Ha publicado 13 libros de poesía, una novela y un libro de columnas periodístico-literarias. También ha escrito cuentos que se han publicado en revistas y antologías. Junto a otros autores publicó reportajes y antologías de cuento y poesía.
Ha participado en eventos literarios en varios países de América y Europa.
Ha recibido el Premio Edmundo Camargo de Poesía, 2013; Premio de Poesía Luis Mendizábal Santa Cruz, 1994 y el Premio Mundial de Crónica Elizabeth Neuffer de las Naciones Unidas, 2011. Sus libros se han publicado en Argentina, Bolivia, El Salvador, México y Perú.
Es director del Festival Internacional de Poesía de Bolivia, co-editor de la revista de literatura La Mariposa Mundial y director del suplemento cultural El Duende. Radica en La Paz.
Libros de poesía publicados:
- Prehistorias del androide (Oruro, 1994)
- Con la misma tijera (Oruro, 1999)
- Santo sin devoción (La Paz, 2000)
- Y allá en lo alto un pedazo de cielo (La Paz, 2003)
- Extramuros (La Paz, 2004)
- Pequeña librería de viejo (La Paz, 2006)
- Manual de contemplación (Antología personal, La Paz, 2009)
- Historia de las invasiones perdidas (La Paz, 2012)
- El libro entre los árboles (La Paz, 2013)
- Arte menor (Antología. Monterrey, 2014)
- Cierta perspectiva de eternidad (Antología. Buenos Aires, 2018)
- Sueños ajenos (Antología. San Salvador, 2019)
- Poemas (Antología. Lima, 2019)
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La débil música de las suaves cosas
En la alta noche
la débil música de las suaves cosas.
Mientras el sueño consuma la quietud
Las torres callan
Los motivos de su altura.
Cada instante se estremece
y lo quedo nos habla con una voz más íntima.
No son las cosas que no tendremos nunca
Son las que están
Las qe estuvieron siempre
Y hoy
—complicidad contenida—
nos susurran
una familiaridad irresuelta.
Ceremonial de kiwi
En la certera devastación de la lluvia
lento y rumoroso el tiempo
agonía de la pretensión
canta el impío kiwi.
Solo
en la íntima maraña lobular
—vaivenes de ritmo confuso—
encañonado recuerdo
alas transparentes.
Ascensos truncados, trastocados
maroma oscura
forcejeo constante.
En la intermitencia de la vida
la salvedad
lo inocuo
se estremece el kiwi
el decantado.
Relación nominal de bajas
Mesas vacías.
La barra atiborrada de vasos exhaustos.
Cubos de agua con detergente
balbuceando protestas trasnochadas.
Sillas durmiendo la mona
—cansado campamento de refugiados—.
El frío por las rendijas de la puerta.
Solitario el barman
con su solitario café y rubios infinitos
medita,
compasivo
las exaltadas vidas,
las derrochadas muertes
de la noche que acaba.
Sin novedad, concluye
—desmantelado altar de los desvelos—
la rutina del bar
a las seis de la mañana.
Muchacha dormida en la mesa de un bar
Ella es una estatua de hielo caliente
tiene alas de seda petrificada
y es una estatua de hielo caliente.
Su aliento es un abismo elevado
y los puentes tendidos flotan a la deriva
en una danza de cuerpos impalpables.
Polvo de azúcar es lo que respira
y ese aire torrencial de diminutos cristales afilados
sostiene su perfil, las torres infinitas
el caer de las piedras al agua
como corchos de champaña.
Ríos turquesa acicalan los vientos
y las hojas se arremolinan
bajo su vuelo de niña distraída.
En un reino así
una rendija de escarcha
convida
la mirada conmovida de los otros.
La niebla no existe
el frío es un capricho de la niñez
y el cielo
bordado a mano sobre la tierra
se ensucia
se lava
y se seca.
Poema final para una antología
Frente a mí
hay un libro abierto
una mujer
el eco de una guerra cíclica
una bandera transplantada
la llamada de la línea del horizonte
un cielo generoso
el camino al centro del bosque.
Miles de músicos tocando inagotables
una triunfal sinfonía inmensa o
la íntima música que me levanta cada día.
Algunas —muy pocas—
certezas para un débil soplo,
que generalmente pastan libres
fuera de mi vista
en el inmenso prado de todas las cosas.
—Y los poemas como mares
o como granos de arena y pedrería celeste.
Frente a mí también hay
el bullicio de los amigos
ciertas tardes llenas de sol
de ciudades
colinas
rostros
la contemplación reflejada en los estanques de la memoria.
El caminar de gente que no conozco
algo que se dicen, un gesto que los muestra dignos.
Y no por último,
algunas dudas
perdidas en el fondo de un baúl trajinado.
Un mirar de frente a los hombres
y otra certeza —ésta del corazón—
apaciblemente recostada a los pies de mi cama:
El mundo es un sitio para amar.