Jesús Ramón Ibarra -México-

Nació en Culiacán, Sinaloa, el 29 de julio de 1965. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, en el 2015. El Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, en el género de poesía, en el 2007; el Premio Nacional de Poesía San Román (hoy Premio Hispanoamericano) en el 2005 y el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura en dos ocasiones: 1994 y 1997.

Es autor de los libros de poesía: Defensa del viento (Editorial Toque de poesía-FONCA, 1994); Barcos para armar (FETA, núm. 171, Conacuta, 1998); El arte de la pausa (Ayto. de Campeche-Difocur, 2006), Crónicas del Minton’s Playhouse (Col. Práctica Mortal, Conaculta, 2010); Heroicas (Ed. Andraval-Conaculta, 2013); Teoría de las Pérdidas (FCE-INBA-ICA-Conaculta, 2015) y Barcos para armar. Poesía, 1994-2014 (Ed. Atrasalante-UAS, 2015). Y del libro de Crónicas: La pelota el corazón del aire (Col. Palabras del Humaya, Ayto. de Culiacán, 2011). En el 2017, su libro Teoría de las Pérdidas fue editado en inglés en los Estados Unidos.

Sus poemas han aparecido en las antologías: El manantial latente, muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002 (Selección y prólogo: Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, Conaculta, 2002), Eco de voces. Generación poética de los nacidos en los 60 (Selección y prólogo: Juan Carlos H. Vera, Conaculta-Ed. Arlequín, 2004) Anuario de poesía mexicana 2007 (Selección y prólogo: Julián Herbert, FC, 2008); Anuario de poesía mexicana 2008 (Selección y prólogo: María Baranda, FCE, 2009); Vientos del siglo. Poetas mexicanos, 1985-1982 (Selección y prólogo: Margarito Cuellar, UNAM-UANL, 2012) y Antología General de la Poesía Mexicana. Poesía del México actual de la Segunda Mitad del siglo XX a nuestros días (Selección, introducción y notas: Juan Domingo Argüelles, Ed. Océano, 2014). 

Ha publicado en revistas y suplementos como La Jornada Semanal, Sábado de unomásuno, La Gaceta del FCE, Luvina, Tierra Adentro, Dos Filos, Critica, Armas y letras, Blanco Móvil, entre otras.

Es miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Éramos los perros de la fiesta, magras bestias de paso

aullando a las esferas inmóviles de la consunción,

rabiosa música de estruendo y baba,

golpes de pecho, colmillos amargos,

silbos transidos en la zozobra

como las últimas voces del enfermo.

Éramos los perros de la fiesta,

contumaces, cenizos, flojos,

blandiendo el cauterio de la prosperidad

con un jazz sensitivo en el tatuaje,

en la mancha, en la corriente alterna, en la abdicación

de un reino de afiladas lindes.

Éramos los perros de la fiesta huyendo de sí,

transitando la neurosis, la liviandad, el vómito

espléndido de la urbe,

ladrando sobre el río omiso,

sobre la fecha evanescente

que traza sus márgenes a la velocidad de un bombardeo.

Éramos bestias que organizaban la revuelta del son,

la percusión adjunta, la canción incendiaria de los ámbitos.

Éramos viejos, afelpados, insumisos perros de la fiesta,

arrebatados a un festín órdago,

ensayando nuestro bebop pasajero en la calumnia,

en la vocinglera calumnia del papel pautado,

en el organizado festín de las notas que caen

al remolino de la destrucción

y al desaire.

Éramos los perros de la fiesta venidos

de una voz remota que amargaba los confines del miedo,

de la salutación necesaria y florida,

de los magros venenos que escuecen el nombre,

de la vigilia mordiendo la raíz de un piano,

de una mujer desnuda en las afluentes de la conmoción,

de la literatura vigilante y sus próceres fatuos,

de la flora y fauna de la garganta.

El jazz no gana guerras

            Cuando mucho

territorios

piezas de artillería

            vestigios de un azoro

con nombre de ciudad

            con nombre de mujer

o estación del año.

Sábelo tú:

el jazz no gana

            guerras

nunca

al contrario

            las pierde

deja el calibre muerto

de una bala

            o un silbo

Una línea de cal

            el pronunciado trecho

entre este

y otro cuarto

            donde un hombre se sabe

derrotado

            en la vigilante conmoción

de sus ritos.

¿Quién fuera jazzman

para reconocer

            que en esta fuente oscura

donde late el misterio

            del sonido

no hay desliz

            que vindique

una táctica

            de guerra

porque el jazz nunca las gana?

Charlie Parker

por ejemplo

            nunca estuvo

en el corazón

de una masacre

nunca abdico

de la ebriedad

nunca tomó un arma

para ir

de paso en el bosque revuelto

de los nacionalismos

defendiendo a los suyos

y a los otros

aliados

sangre yerma

dibujando un mapa

            cuya opacidad cubría

los sueños prósperos

 de Europa

            mas no

no había nada en el músico

            de marcialidad o activismo

Era

más bien

un llanto desvalido

            de ave

que se precipita

entre frondas

un lagrimeo disuelto

            en la gota de heroína

en la línea de la aguja

contra la noche

            de sus brazos.

Bird ganó

su guerra por nosotros

la imperativa exhalación

            de unos cuantos

multiplicados

en su culto

            en la poesía de

su culto

            en la muerte sorpresiva

temprana

animando la hoguera

de su culto.

Entonces

¿gana guerras el jazz?

nadie sabe.

Tú confórmate

con aplicar tus nociones

            de música

en un cuerpo

porque también son jazz

            los cuerpos

sus filos inhumados

            ca concentración de su brillo

el vaho que despiden

la sed de sus huecos

bordes

bordes donde late

            tu pulso

la blusa abanderando

el rabioso ejército

                                    de la sangre

la mano apostillando

a Mingus

            a Miles

a Lester Young

y todos           

            a su manera

descifrando un espacio

un trecho de sapiencia y polvo

y desesperanza.

Cada guerra tiene su jazz intermediario                                                                                              

y su jazz transitivo

un jazz como piedra hundida en un pozo donde croan

   fantasmas

un jazz huyendo de gatos enrabiados

un jazz de cobre lanzado al diáfano latido de una boca

un jazz de níquel rodando

rodando

                        rodando hasta el desfallecimiento.

El jazz no gana guerras

sin embargo

supe que el soldado raso Lawrence Cobb

nativo de Virginia

en una carta dirigida a su madre

se lamentaba por la temprana muerte

            de Clifford Brown

por ese sonido Cobb

            habría de enfrentar enemigos invisibles

porque el jazz

hace del combate

una orquesta

            o un campo de sombras

astilladas

zumbando

            nombres propios

de víctimas que riegan

la floración de las ruinas

            el campo minado de un desprecio expandible

o dos amantes

sólo dos

            como dos letras lanzadas al fondo

de una bolsa de plástico

suficientes

            para emitir informes

que clausuran el odio

                                               y el jazz

entre ambos

dictándoles un ritmo

la quemada

                                    cacofonía del vértigo

una ola espectral

una pierna omisa

            la espalda frente al nudo

de la noche.

El jazz no gana guerras

pero desborda

sombras

                        en la calle

y mancilla los restos de una tarde

            donde van a posar

una palabra tuya

            la voz desfalleciente

                        los plazos

el color fugitivo

y todo el negro amargo

de esta noche

                                    en que el jazz y la guerra

se confunden.