Josué Andrés Moz -El Salvador-

(El Salvador, 1994). Es poeta, narrador, vendedor de libros, corrector de estilo y gestor cultural. Ha publicado: “Carcoma” (2017), “Pesebre” (2018), “Babel” (2020), “El libro del Carnero” (2021) y “Revólver” (2023). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, italiano, árabe y francés. En los últimos años ha participado en congresos, ferias del libro y festivales de literatura.

MISTER COP    

A Carla Ayala y Daniel Alemán

No necesito calzar su uniforme para hablar de la muerte

ni conocer el oscuro abecedario que le besa los dientes, señor policía.

Dígame entonces

qué hacemos con sus tatuajes,

dígame

dónde esconder la dentada silueta de su miseria,

qué hacer con esa tristeza de no poder meter sus manos bajo mi falda,

de no poder llevar mis tacones,

con esa rabia luminosa que lo hace querer romperle los dientes a mi hermano.

Perdone, señor policía,

que sea tan directo,

perdone mi tristeza.

Perdóneme, señor policía, por no ser uno de sus muertos,

por no sonreírle trágicamente a sus compañeros en la patrulla,

por no estarme pudriendo en bartolinas,

por no dejarme fabricar las pruebas necesarias,

por no agachar la cabeza y caminar bonito frente a su sombra

de un metro treinta, de un metro ochenta.

Acá la noche se nos mete por los pulmones,

acá los billetes tienen el rostro de lo que hemos perdido.

No necesito los cuchillos,

no necesito los balazos,

no necesito verlo agitar su soledad en el asiento del copiloto.

Míster cop-burbuja negra-the polismen…

¿Cuántos gemidos le caben en la punta de la bota?

¿Cuántas cicatrices dormidas lleva en el eco de sus manos?

¿Cuántos desiertos han tejido las arañas en la boca de su mujer?

¿Cuánta ausencia soportan los delgados huesos de su hija?

Yo lo conozco, señor policía,

no necesita taparse el rostro para mí,

no tiene porqué arrodillarse frente al Cristo,

ni llevar más ceniza en su frente que la que lleva en las manos,

no necesita demostrar que nació con alacranes en los ojos;

yo escucho desafinar esa canción desde que desapareció a su compañera,

yo conozco su dulce ritual de sangre,

yo sé de la potencia hidráulica de sus mandíbulas.

No se preocupe, señor policía,

yo traigo mis propias bolsas negras

para ahorrarle el gasto

y las molestias.

LAS VIEJAS COSTUMBRES

(DIRECTOR’S CUT)

«Amo tanto a mis hijos que nunca me atrevería a traerlos al mundo.

 Amo tanto a mis hijos que nunca me atrevería a traerlos al mundo.     

 Amo tanto a mis hijos que nunca me atrevería a traerlos al mundo». 

Por la lengua de la espada se desliza la sangre:

  hay cabezas de niños dando vida a la balanza,

  la mujer calla, es rígida, inmóvil,

  tiene los ojos cerrados y sonríe para nosotros.

Este es un país solamente para viejos.

   Nunca nos dejaron ser niños,

   siempre nos dieron sangre, canas,

   calendarios para nuestras lenguas,

   tatuajes de tinta cortada, pañuelos para nuestros días,

   siempre nos dieron el fuego,

   cosecharon el limón más jugoso para nuestras llagas,

   cada noche nos entregaron los besos que nunca deseamos conocer.

Saliva oscura hay de los sedientos,

fiebre de los amantes del cuerpo de Cristo.

Y nunca les bastó el cuerpo de Cristo entre las manos,

y no son sino los avemarías el perdón para la sombra,

para el animal hambriento, para el diente que rompe el nervio.

Ritual desnudo, ceremonia que oscurece los rostros,

que parecida a serpiente recorre las piernas,

y quebranta faldas como la muerte hace con los párpados

(la inocencia queda en la placenta, en el frío, en la niebla,

en algún basurero oxidado a diez años de nuestro llanto)

Una mano es capaz de desmoronar los besos,

de triturar con sus dedos el calor de todos los abrazos.

Sólo espaldas frías nos dieron

 sólo dulces para cosechar la rabia,

 algunas monedas, algunos juguetes,

 algo de compasión privada para aprender el oficio

 de fermentar en silencio nuestra amargura,

y seguir visitando a nuestros tíos,

y seguir viviendo con nuestros padres,

y seguir la cansada rutina de sonreír al esposo de nuestra madre,

y guardar los cuchillos bajo la almohada 

                                  como un gran secreto familiar.

Allí está el retorno, 

en la voz del sacerdote al dictar la misa,

en las lenguas artríticas de viejas que gritan:

«aleluyamén, diosbendiga, ruegapornosotros

y niñaustedtienelaculpa, muy cortita la falda,

porque el hombre es hombre y el diablo es diablo»

Sólo vientres rotos nos dieron,

 una cita con bisturíes en el quirófano:

 la doble sentencia de ser culpables

 por extraviar nuestra infancia

 en algún hematoma de la memoria.

Nos escupieron el rostro,

nos dejaron masticando sus muertos,

nos obligaron a parir a sus hijos,

cultivaron la ceguera en sus reinos,

y nos cerraron la puerta con doble llave,

nos espiaron desde las ventanas tranquilamente

y nos vieron contar una por una

las arrugas que nos escribieron en la sangre.

«Tenemos los padres que nos merecemos

  engendramos los hijos que nos hemos ganado»

Este beso que nos damos

puede ser la pólvora que llegue al pecho de cualquier hombre,                                                                                      

esta humedad entre tus dedos: sílabas extrañas para decir la tiniebla.

«El hijo que tengamos será crucificado en el odio de los hombres

                                                        o será el martillo que golpee los clavos»

El silencio no existe en una ciudad perfumada por la sangre.

Pienso en el hijo que tendré para morir a través de su mano,

en el aroma de alacranes tartamudeando en el plomo,

en la voz del padre de mi padre coagulada sobre mis ojos.

Nada entiendo de ternura a esta hora del naufragio.

Hay a través de la noche una prótesis del dolor,

un camino anfibio –terriblemente angosto–

por el cual arrastrar la conmiseración, la soledad, el insomnio.

Apenas tengo nombre para calzar el invierno

porque la noche deposita cada día su estirpe entre mis huesos.

He llegado a perseguir la sombra que mi beso deja en otros labios,

a extrañar su vacío nunca dicho, a despedir sus naves perdidas,

a repetir su paso enfermo hacia los puñales del humo.

Hoy

me veo regresar al vientre de mi madre,

hacia la primera gran herida que escribí con este cuerpo

hacia la primera lágrima que llorarían mis hijos

y aborrecerían calladamente mis nietos.