Oswaldo Samayoa. 12 de diciembre de 1992. 28 años. Psicólogo Clínico. Participa en la organización del Festival Internacional de Poesía de Quetzaltenango. Ganador del II Certamen Mesoamericano de Poesía Cantos de Trova. Ha publicado el libro Del otro lado del espejo (Proyecto editorial Los Zopilotes 2018).
La neblina cubre la calle de enfrente.
Ningún grito logra dispersarla;
llegó para abrazar
la angustia de la partida,
de la duda;
para envolver mis ojos y
ocultar la tormenta.
Lo único que puede
caminar a través de la bruma
es el tiempo.
Camina con un cuchillo en la mano
cortando todos los hilos
que existen, para finalmente,
hundir su daga en la memoria.
Luego, todo desaparece,
todo se vuelve oscuro,
todo se convierte
en sombras.
Diré que una cosa es estar solo
y otra muy distinta
es estar abandonado
Alfredo Trejos
Conocí la soledad antes
de aprender a caminar…
supe diferenciarla de la nostalgia
antes de pronunciar
mi primera palabra.
El primer día de clases,
previo a entrar al colegio,
me encontré con la amargura
de una despedida
que acompañaría todos
mis lunes
durante tantos años.
Aprendí a llorar de melancolía
antes de poder reír
hasta que el estómago doliera.
Pude diferenciar
un abrazo fingido
y las verdades que los ojos
escupen sin saberlo.
Pero,
a pesar de ello,
acá estoy,
tratando de descubrir qué duele más,
si la ausencia o el abandono.
Mi cama está llena de monstruos
que aprendieron a vivir
del polvo que cae
de mis manos.
Ahora tienen cuerpo propio y
escupen sangre en las hojas
donde vos y yo
escribimos epitafios.
En las horas de insomnio
los escucho susurrar.
Coleccionan piedras pesadas,
como el destino,
que luego depositan
en mi espalda.
Decime,
¿cómo hago para volver a encontrar
tu mirada en el espejo?
¿Cómo puedo traer nuevamente
tu presencia
a este cuarto vacío?
¿De qué forma pronuncio tu nombre
para ahuyentar a los monstruos
que viven de tu recuerdo
bajo mi cama?
¿Cómo?,
si soy débil
y mis suspiros alimentan
la nostalgia.
¿Cómo?,
si las fotografías en la pared
empiezan a caerse
y desaparecen
al contacto con el suelo.
¿Cómo?
si los dibujos
en mis cuadernos
ahora son dibujos muertos.
¿Cómo?,
si el techo comienza a impregnarse
del veneno que deja tu ausencia
mientras yo cierro la mirada
para perderme
en la amnesia de tu rostro.
A la memoria de Jennifer Andrea
Tenía 3 años
la primera vez
que ella me habló.
La vi caminando
cerca de mi cama.
Me veía
con un rostro triste;
sus ojos gritaban
como pidiendo perdón,
como queriendo huir y
esconderse en otra vida.
Al día siguiente
vos naciste.
Hoy,
después de tantos años
la sigo viendo, rondando
en el que debería ser tu cuarto,
durmiendo en la que debería ser tu cama,
con un rostro
que debería ser el tuyo.
Lleva tu sonrisa
tatuada en el pecho
para recordar la alegría
de ese único miércoles
que estuviste con nosotros.
Sí, también la muerte te recuerda
así como yo,
abrazando tu inocencia,
abrazando tu llanto,
abrazando ese futuro inexistente
que comenzaba a formarse
en mis pensamientos:
vos y yo
caminando por el parque,
comiendo helado;
jugando tenta o escondite o fútbol
en el patio de la casa,
o castigados por alguna travesura.
Hoy,
después de tantos inviernos
tu ausencia sigue presente,
clavada
en la entrada de la casa,
junto al espacio vacío
donde debían estar los dibujos
que hubieses hecho
en la escuela.
Vos seguís en mi memoria
cada noche que camino
por las calles de esta ciudad fantasma,
siempre que veo al cielo
y pienso
que fuiste la más fugaz de las estrellas.
Recuerdo aquellas tardes
en las que mi padre
me enseñó a trepar árboles.
Árboles con ramas
en forma de escalera
que subían hasta el cielo
donde comenzaba a dibujarse
la luz crepuscular
con la que el sol se despedía.
Así fue como aprendí
a buscar las estrellas.
Al llegar a la cima, veía
a los pájaros volar
hacia libertad;
en mi memoria
aún está escrito:
deseo tener alas
para hacerle el amor al viento.